Ser culto, una cualidad que puede ser polémica y aun peyorativa,
pertenece sin embargo a un modo de ser y estar en el mundo que
naturalmente nos hace más buenos, mejores, más humanos, o al menos así
es como lo entendió el gran escritor ruso Antón Chéjov.
Hay un concepto de cultura que nos
remite de inmediato al humanismo del Renacimiento y probablemente al
progreso de la Ilustración, esa idea que probablemente tenga raíces un
tanto más remotas (pero no tanto) y la cual entiende la cultura como el
conocimiento que cultiva y engrandece, que nos da más recursos para
entender nuestro mundo pero también ―en un sentido moral que lejos de
ser censurable merece, por el contrario, alentarse― nos vuelve ipso
facto más compasivos, más humanos.
Por desgracia, sabemos bien que el mundo
está más o menos poblado de personas que fundamentan cierta ilusoria
superioridad en la cultura que poseen. “Listillos”, los llama Irvine
Welsh en varias de sus novelas, ironizando en torno a ese tipo de
comportamiento en que, según sea la ocasión y el entorno, toma la forma
de la arrogancia, el desdén y en general el desprecio por todos aquellos
que no se encuentren a la par de las lecturas hechas, las películas
vistas, la música escuchada, los países visitados y un amplio aunque
paradójicamente limitado etcétera.
¿Qué significa ser culto? Quizá, en
última instancia, nada de eso, al menos no si nos inclinamos por esa
tradición del pensamiento que no teme combinar conocimiento y moral para
que ambos formen mejores personas. En algún punto de nuestra
cartografía personal, leer una o diez novelas está o debería estar
conectado con nuestra capacidad para prestar algún tipo de ayuda a un
desconocido en la calle. ¿Podemos escuchar una pieza de Bach, quedar
arrobados por su belleza, sentir que gracias a Bach la vida vale la pena
ser vivida y, aun así, no actuar en consecuencia y, digamos, ser
capaces de cuidar de una planta y regarla todas las mañanas? Hasta
cierto punto, algo tiene de condenable e hipócrita el sibarita estéril
que dice amar la belleza y sin embargo no hace nada para asegurar
su presencia y persistencia en este mundo. “Belleza más piedad: eso es
lo más cerca que podemos llegar a una definición de arte. Donde hay
belleza hay piedad, por la simple razón de que la belleza debe morir”,
dijo alguna vez Vladimir Nabokov.
La lista que presentamos a continuación
enumera las 8 cualidades que, según el gran escritor ruso Antón Chéjov,
distinguen a una persona verdadera, auténticamente culta, alguien que de
algún modo ha comprendido que la sapiencia es tal cuando enaltece pero
no ensoberbece, cuando nos distingue de los demás pero no nos pone, en
modo alguno, por encima de nadie.
Los puntos provienen de una carta que un
joven Antón de 26 años escribió a su hermano Nikolai cuando este tenía
28 y comenzaba a ganar fama como pintor en la capital rusa. Fechada en
Moscú en 1886, la misiva pretende ser una serie de consejos para un
artista incipiente que, según el modelo romántico, se quejaba de que
nadie lo entendía. “La gente te entiende perfectamente bien. Si tú no te
entiendes a ti mismo, no es culpa de ellos”, le escribió entonces
Chéjov, en un tono recriminatorio pero también totalmente lúcido y, lo
más importante, coherente.
Se trata, en suma, de un documento que
vale la pena conocer y reflexionar, confrontar con nuestras propias
actitudes y preguntarnos en qué medida convertimos lo que sabemos en
acciones que hacen bien a nuestro mundo ―nuestro pequeño, íntimo mundo.
1. Respetan la
personalidad humana y, por lo mismo, son siempre amables, gentiles,
educados y dispuestos a ceder ante los otros. No hacen fila por un
martillo o una pieza perdida de caucho indio. Si viven con alguien a
quien no consideran favorable y lo dejan, no dicen “nadie podría vivir
contigo”. Perdonan el ruido y la carne seca y fría y las ocurrencias y
la presencia de extraños en sus hogares.
2. Tienen simpatía
no solo por los mendigos y los gatos. Les duele el corazón por aquello
que sus ojos no ven. Se levantan en la noche para ayudar a P. […], para
pagar la universidad de los hermanos y comprar ropa a su madre.
3. Respetan la propiedad de otros y, en consecuencia, pagan sus deudas.
4. Son sinceros y
temen a la mentira como al fuego. No mienten incluso en pequeñas cosas.
Una mentira significa insultar a quien escucha y ponerlo en una posición
más baja a ojos de quien habla. No aparentan: se comportan en la calle
como en su casa y no presumen ante sus camaradas más humildes. No son
proclives a balbucear ni obligan la confidencia impertinente de los
otros. Por respeto a los oídos de otros, callan más frecuentemente de lo
que hablan.
5. No se
menosprecian por despertar compasión. No tensan las cuerdas de los
corazones de los demás para que los otros giman y hagan algo (o mucho)
por ellos. No dicen “Soy un incomprendido” o “Me he vuelto de segunda
mano” porque todo eso es perseguir un efecto simplón, es vulgar, rancio,
falso…
6. No tiene vanidad
superflua. No se preocupan por esos falsos diamantes conocidos como
celebridades, por estrechar la mano del ebrio P.*, por escuchar los
arrebatos de un espectador extraviado en un espectáculo de imágenes, o
ser reconocido en las tabernas. […] Si ganan unos centavos, no se
pavonean como si estos valieran cientos de rublos, y no alardean de
poder entrar donde otros no son admitidos. […] Los verdaderamente
talentosos siempre se mantienen en las sombras entre la muchedumbre, tan
lejos como sea posible del reconocimiento. Incluso Krylov** dijo que el
barril vacío da un eco más sonoro que el lleno.
7. Si tienen un
talento, lo respetan. Le sacrifican el descanso, las mujeres, el vino,
la vanidad. […] Se sienten orgullosos de su talento. […] Además, son
fastidiosos.
8. Desarrollan para
sí la intuición estética. No pueden ir a dormir con la misma ropa, ven
las grietas de las paredes llenas de insectos, respiran un mal aire,
caminan en el piso recién escupido, cocinan sus alimentos sobre una
estufa de aceite. Pretenden tanto como sea posible contener y ennoblecer
el instinto sexual. […] Lo que quieren en una mujer no es una compañera
de cama. […] No piden inteligencia ahí donde se manifiesta la mentira
constante. Quieren, especialmente si son artistas, frescura, elegancia,
humanidad, la capacidad de la maternidad. […]. No tragan vodka a todas
horas, día y noche, no huelen los armarios porque no son cerdos y saben
que no lo son. Beben solo estando libres y en ocasión […]. Porque ellos
quieren mens sana in corpore sano [“mente sana en cuerpo sano”].
(Pijamasurf)
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