Las expediciones a Asia central realizadas por Nicolás Roerich y su
familia permitieron a Occidente descubrir un mundo desconocido. Sin
embargo, varios intereses conspiraron para ocultar cuanto averiguó
acerca de Shamballa hasta que fuera el momento oportuno.
Parece que ese
momento se está acercando a pasos agigantados coincidiendo con el 75º
aniversario de la firma del pacto internacional que lleva el nombre del
viajero y pintor ruso.
“En
el país del Norte, en sus mesetas (…), viven seres de gran sabiduría. A
este país no puede llegar la gente común, ni sus mahatmas pueden bajar
hoy desde las alturas. En su lugar, envían mensajeros para amonestar a
los líderes de las naciones”. El comentario, procedente del Kanjur o Los
anales azules tibetanos, fue tomado por Occidente como un cuento de
hadas. Sin embargo, aquellas palabras bastaron para espolear a Nicolás
Roerich (MÁS ALLÁ, 15) (1874-1948) en la búsqueda del mito asiático por
excelencia: Shamballa (MÁS ALLÁ, 17). Arqueólogo, diplomático y artista
polifacético, nació entre la élite aristocrática rusa, lo que le
facilitó estudiar arte e historia orientales.
La elección no fue casual,
dado que desde su infancia mostraba una afinidad especial por el
continente asiático. Una leyenda en concreto le llenaba de fascinación,
el mito de Bielovodye o la Tierra de las Aguas Blancas, un lugar donde
el tiempo no transcurría y sus moradores vivían en una virtual juventud
eterna que constituía su misterio favorito. La temática se repetía en
China, bajo el nombre de Kun Lun, y lo mismo sucedía en el Tíbet con el
apelativo de Kalapa, que significa “el reino oculto”.
Al comprobar que la historia se repetía por doquier, el interés de
Roerich creció hasta convertirse en un vivo deseo de averiguar qué había
de cierto tras las leyendas. Por desgracia, la I Guerra Mundial y la
Revolución Rusa retrasaron sus planes. El éxito de sus exposiciones de
arte le permitió, no obstante, reunir los fondos suficientes para
organizar una expedición en 1923. Oficialmente, los motivos del viaje
consistían en el estudio de la flora y la fauna de la zona, siguiendo el
consejo del cuerpo diplomático estadounidense. La bandera de este país
–le recomendaron– le serviría como enseña de protección. Su esposa
Helena (MÁS ALLÁ, 221) y su hijo Yuri, experto en lenguas orientales, se
unieron a la expedición efectuando funciones logísticas. Durante cuatro
años los exploradores recorrieron cerca de 25.000 km entre Tíbet y
Mongolia, partiendo de Bombay, para recalar en Darjeeling (MÁS ALLÁ,
203), situada en el norte de la India.
El propio Roerich pintó 500
lienzos y recogió numerosas muestras vegetales, fósiles y restos
artísticos. La gran mayoría se perdió gracias a los esfuerzos del
espionaje británico y las triquiñuelas del Gobierno chino. De cara a la
galería, el artista se retiró al valle de Kulu, cercano al Himalaya,
donde fundó el Instituto Urusvati (“lucero del alba”, en sánscrito). En
este centro de estudio se dedicó a llevar a cabo investigaciones
relacionadas con la botánica, a traducir textos milenarios y a la
arqueología. También puso en orden sus diarios y los editó hasta que le
sorprendió la muerte.
Consignas veladas
La
versión completa de sus viajes no se publicó hasta 1996, y se hizo
solamente en ruso, al margen de los escritos ya existentes. Para ser
honestos, hay que decir que los textos resultan confusos para quienes
desconozcan los rudimentos del misticismo oriental debido sobre todo a
las vagas referencias que incorporan. Las tradiciones y las creencias
autóctonas inundan cada capítulo casi en exclusiva.
También anotó
algunas curiosidades como, por ejemplo, el descubrimiento de la supuesta
tumba de Jesús en Srinagar (Cachemira, India). No muy lejos, en la
ciudad de Kashgar se topó con la presunta lápida de María, que había
huido hasta allí a fin de evitar la persecución que sufría. Los guías
locales le dijeron que en ambos casos habían estado durante muchos años
estudiando las enseñanzas de los grandes maestros. De vez en cuando
Nicolás Roerich registraba información sobre ciertos sucesos anómalos:
“Estamos presenciando un cuerpo voluminoso, esférico y más brillante que
el Sol –relataba Roerich–, que vemos con claridad bajo el cielo azul
moviéndose con rapidez”.
Descripciones como esta se repetían con frecuencia conforme se iban
adentrando en ciertos lugares, como Shamballa. Cualquier referencia
directa a este lugar se omite, empero, en las obras de Roerich hasta su
último diario, que se publicó pocos meses antes de que falleciera. En
sus páginas transcribía una entrevista con un lama sin identificar,
quien le instaba a guardar silencio de cuanto viese: “Solo la curiosidad
os lleva a preguntar por algo que pronunciáis sin ningún respeto;
esperad y trabajad con diligencia hasta que os llegue el mensaje.
Entonces vuestra curiosidad se transformará en aprendizaje”, advirtió.
Llegados a este punto, cabe preguntarse quién era el misterioso
interlocutor.
El mismísimo Roerich daba a entender que era el IX Panchen
Lama (segundo líder espiritual del budismo tibetano, tras el Dalai
Lama), quien escapó del Tíbet en 1923 por razones políticas, aunque las
pistas que brinda son demasiado endebles. Otra versión lo identifica con
el abad del monasterio de Tashi Lumpo, famoso por sus enseñanzas
esotéricas.
Y una tercera incluso le señala como un delegado de
Shamballa. De nuevo hay que releer el último diario para conceder un
mínimo de credibilidad a la última versión. Efectivamente, en las
llanuras chinas un joven jinete suntuosamente ataviado abordó a la
expedición y solicitó reunirse con Roerich a fin de advertirle contra un
peligro inminente. Los dos departieron durante horas en la intimidad de
una tienda, tras lo cual el visitante desapareció. El suceso fue
confirmado a posteriori por Helena Roerich en varias entrevistas y, más
tarde, por su hijo Yuri, quien lo citó en una obra biográfica. Por
supuesto, Nicolás Roerich se tomó la molestia de describir al personaje
físicamente: rasgos euroasiáticos indefinidos y seis dedos en cada mano.
http://masalladelaciencia.es/hemeroteca/el-ultimo-secreto-de-shamba...
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