lunes, 14 de julio de 2014

14 de julio del año 1789. El día D de Revolución Francesa.

Revolución Francesa. 225 años de la Toma de la Bastilla.




MARTES 14 DE JULIO: nada", apuntó en su agenda personal del año 1789 Luis XVI, rey de Francia y Navarra por la gracia de Dios. Se refería al resultado de la caza del día, verdaderamente infausto. Su pasión cinegética era prioritaria sobre las demás preocupaciones: la perspectiva de una bancarrota del Estado, que le había obligado a convocar los Estados Generales que no se habían reunido en Francia desde 1588; el desprestigio de la Corte, sumida en unos escándalos en los que la propia reina, la frívola María Antonieta, se veía comprometida, y por fin, y sobre todo, el espectro de la hambruna que, por todo el país, amenazaba al pueblo con el constante aumento del precio del pan (el alimento básico) como consecuencia de las malas cosechas de los años anteriores y la ocultación del trigo realizada por unos acaparadores con el propósito de enriquecerse.

El espectro de la hambruna que, por todo el país, amenazaba al pueblo con el constante aumento del precio del pan.

A unas 6 leguas (23 kilómetros) de Versalles, donde residía la Corte, el "buen pueblo de París" -como solía denominarle la terminología oficial- no estaba para tonterías. Dos días antes, el domingo 12 de julio, la noticia del cese de Necker -el único ministro en el que tenía confianza- y su sustitución por el barón de Breteuil, conocido por su oposición a cualquier tipo de reforma, había suscitado un gran descontento.

Exaltada en los jardines del Palacio Real por un joven abogado y periodista, Camille Desmoulin que, basándose en el constante aumento del número de tropas acantonadas en la capital y sus alrededores, anunciaba una "noche de San Bartolomé de los patriotas", la muchedumbre -a la que se habían unido soldados de los guardias franceses- se había manifestado por las calles. La intervención para restablecer el orden del Real Alemán -un regimiento de caballería comandado por el príncipe de Lambesc- se había saldado con la muerte de un anciano y varios heridos.


El 13, a la una de la madrugada, se había pegado fuego a 40 de las 54 oficinas de arbitrios establecidas en cada una de las puertas de la capital. Era una reacción al anuncio de un nuevo aumento del precio del pan que había alcanzado la cantidad exorbitante de 7 sueldos por libra cuando un obrero parisino ganaba unos 30 sueldos por día de trabajo, y el consumo medio era de dos libras de pan por día y por persona. Reunidos en el Ayuntamiento, los electores "del segundo grado" de París -los que habían sido electos para designar a los diputados a los Estados Generales-, capitaneados por el gran preboste de los mercaderes, Flesselles, habían acordado la creación de una milicia burguesa de 48.000 hombres, una medida propuesta el 8 de julio para todo el reino por Mirabeau en la Asamblea Nacional que, al día siguiente fue declarada constituyente.

Una milicia de autodefensa

Oficialmente, esta milicia burguesa estaba destinada al mantenimiento del orden, confiando "al pueblo el cuidado de vigilar al pueblo", según la fórmula empleada por el diputado Le Chapelier. En realidad, era una disposición de autodefensa frente a la presencia en la capital o sus alrededores inmediatos de 15 regimientos, los más de tropas extranjeras. Para armar a esta fuerza, la multitud había irrumpido en la armería real y había cogido por la fuerza todo tipo de armamento.

Pero se trataba de piezas de colección, armaduras, alabardas y otros pertrechos de este tipo, en su mayoría inservibles o de poca efectividad militar. Con lo cual los electores -que, de hecho, asumían el poder en la capital desde el Ayuntamiento, y habían sustituido a las autoridades nombradas por el Rey-, habían mandado al gobernador del Cuartel de los Inválidos una delegación encargada de solicitar las armas que poseía. Evidentemente, fue en vano y la milicia burguesa permanecía siendo una fuerza desarmada.

Luis XVI, Antoine-Françoise Callet
El 14 de julio, el día amaneció espléndido. A las 10 de la mañana, entre 40.000 y 50.000 individuos -entre los cuales se hallaban, como la víspera, numerosos guardias franceses- se hallaron reunidos ante el Cuartel de los Inválidos, decididos a obtener por la fuerza lo que los electores no habían sabido o podido lograr por la persuasión.

Para su defensa, los asediados, comandados por el gobernador, marqués de Sombreuil, disponían de doce cañones. Pero se resistieron a hacer uso de ellos en contra de los parisinos. Asimismo, se negaron a intervenir los regimientos de infantería y caballería acampados a dos pasos de allí, en el Campo de Marte, y el general suizo Benseval, comandante en jefe de las fuerzas acantonadas en París, asistió, impotente, al asalto de los Inválidos, donde la muchedumbre se apoderó en un santiamén de los 12 cañones, 1 mortero y unos 40.000 fusiles.

Los parisinos ya tenían armas. Pero no poseían pólvora y municiones en cantidad suficiente. Cundió el rumor de que las había en La Bastilla, la impresionante fortaleza medieval construida en el siglo XIV bajo el reinado de Carlos V el Sabio y que alzaba sus murallas y torres al este de París, entre el barrio de Saint-Antoine y su arrabal, dos de las zonas más populares de la capital.

Desde principios del XVII -por decisión del cardenal Richelieu-, servía de cárcel de Estado. Con lo cual había sido el destino de las víctimas de las lettres de cachet, órdenes regias por las que cualquiera podía verse encarcelado sin ningún tipo de acción judicial previa, como había ocurrido, entre otros muchos, al misterioso Hombre de la máscara de hierro y al propio Voltaire en su juventud.

Búsqueda de municiones.

Exaltada por su fácil victoria en Los Inválidos, la muchedumbre se dirigió, pues, hacia La Bastilla. Aunque en los cahiers de doléance, redactados por los parisinos con vista a la preparación de los Estados Generales, ya se había pedido la destrucción de esta fortaleza, la gente no iba a derribar el símbolo del absolutismo. Iba sólo a buscar municiones.

La fortaleza de La Bastilla
Mientras tanto, pese al poco éxito que había tenido semejante actuación la víspera, los electores de París, de nuevo reunidos en el Ayuntamiento, habían decidido mandar una delegación al gobernador de la fortaleza para solicitar la pólvora y las balas de las que disponía. Éste, el marqués de Launay, la recibió a las diez y media de la mañana con toda la cortesía del Antiguo Régimen, e incluso convidó a sus miembros a almorzar. Pero se mantuvo firme y se negó a conceder lo solicitado.

Una hora después, a las once y media de la mañana, De Launay recibió a otra delegación, encabezada por los abogados Thurot, que representaba a los electores, y Ethis de Corny, un admirador de Voltaire con el que se había carteado. El resultado fue idéntico al de la primera entrevista y la exasperación fue creciendo entre la muchedumbre agrupada alrededor de la fortaleza.

El pueblo se lanzó con ímpetu al asalto, distinguiéndose especialmente los guardias por su valor y pericia.

Pese a los cañones que coronaban las ocho torres de La Bastilla -y que De Launay, al principio, había mandado retirar, como prueba de buena voluntad-, el pueblo se lanzó con ímpetu al asalto, distinguiéndose particularmente los guardias franceses por su pericia y valor. A la una y media, los sitiadores que había conseguido hacerse con el puente levadizo, se precipitaron hacia la puerta de la fortaleza. El marqués de Launay, que tan sólo disponía de una guarnición compuesta de 82 inválidos y de 32 suizos, mandó abrir fuego y cayeron las primeras víctimas. A partir de este momento, defensores y sitiadores intercambiaron disparos mientras que De Launay recibió, a las dos y a las tres, delegaciones ante las que no cedió en nada.

Cinco cañones decisivos.

La situación cambió del todo cuando, a las tres y media, llegó un destacamento de 61 guardias franceses comandados por un antiguo sargento de la guardia suiza, Hullin. Llegaban con cinco de los cañones de Los Inválidos. Los posicionaron enfrente de la puerta de La Bastilla: toda defensa era ya inútil. Viéndolo todo perdido, el gobernador quiso hacer saltar la fortaleza poniendo fuego a los 250 barriles de pólvora que almacenaba. Sus soldados se lo impidieron y le obligaron a la capitulación.

Ésta tuvo lugar a las cinco de la tarde. La muchedumbre se precipitó al interior. El gobernador y los inválidos fueron hechos prisioneros, mientras que los suizos, lograron escapar. En su búsqueda de la pólvora y municiones de las que habían venido a aprovisionarse, los ocupantes descubrieron a siete prisioneros, que fueron puestos inmediatamente en libertad.

El célebre marqués de Sade no tuvo este honor: había sido trasladado dos días antes. Ahora sí, el asalto a una fortaleza con el objetivo de proveerse de municiones se había transformado en ataque del pueblo al propio símbolo del absolutismo monárquico.

El doble despertar de Luis XVI.

Para que compareciesen ante los electores, se decidió el traslado de los prisioneros al Ayuntamiento. Enfurecida por las bajas que había sufrido -un centenar de muertos y otro de heridos-, la muchedumbre se ensañó con ellos durante el trayecto. Apenas llegado al pie del edificio municipal, el marqués de Launay cayó muerto de los golpes que le fueron asestados, a pesar de la protección que le habían ofrecido los mismos guardias que le habían conducido detenido hasta allí.

Unos oficiales y tres inválidos tuvieron el mismo destino, así como, unos momentos después, el preboste de los mercaderes, Flesselles, muerto de un pistoletazo cuando se le conducía al Palacio Real a ser juzgado por su pasividad, o doble juego, durante los acontecimientos. Puestas en picas, las cabezas cortadas de las víctimas fueron paseadas a modo de trofeos por las calles de la capital en medio de la alegría general hasta que, por la noche, la lluvia obligó a los triunfadores a retirarse.

El marqués de Launay cayó muerto de los golpes que le fueron asestados por la muchedumbre.

Con autorización de éstos, un empresario llamado Palloy, viendo el gran beneficio que podía sacar de los materiales recuperados, había contratado a unos 800 obreros para abatir la fortaleza. La Bastilla, símbolo de la tiranía, no sólo había sido atacada y vencida, sino que no iba a quedar piedra de ella.

Mientras tanto, en Versalles, Luis XVI, informado de que habían ocurrido disturbios en París, pero no de la capitulación de De Launay, tomó a las seis de la tarde la decisión de que las tropas evacuasen la capital. La orden llegó al Ayuntamiento a las dos de la madrugada. El Rey también había capitulado ante los parisinos.

Luis XVI sólo se enteró de la toma de La Bastilla a las ocho de la mañana del día 15 de julio. Sin esperar la ceremonia protocolaria que constituía cada día su despertar, y haciendo caso omiso de las objeciones de los ministros presentes, el gran chambelán, duque de La Rochefoucauld-Liancourt, se apresuró a comunicarle la noticia. Tras escucharle, preguntó el Rey: "¿Es un motín?". "No, Majestad, es una revolución", habría contestado el duque. Una réplica tan brillante que incluso parece apócrifa. Pero, de ser verídica, no podía ser más acertada. (fuente/El País)


¿Fue la Revolución Francesa una venganza de los Templarios?

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Artículo de Julius Evola, Roma, 1 de mayo de 1956.)

Un historiador francés ha observado que mientras hoy se reconoce ya que las enfermedades del organismo humano no nacen solas, sino que se deben a agentes invisibles, a microbios y a bacterias, en lo referente a las enfermedades de esos más grandes organismos que son las sociedades y los Estados, enfermedades correspondientes a las grandes crisis históricas y a las revoluciones, se piensa que allí en cambio las cosas sucedan de otra manera, es decir que se trataría de fenómenos espontáneos o debidos a simples circunstancias exteriores, mientras que en las mismas pueden haber actuado con gran vigor un conjunto de fuerzas invisibles similares a los microbios en las enfermedades humanas.

Se ha escrito mucho respecto de la Revolución Francesa y sobre la causa que la originó; habitualmente suele reconocerse el papel que, por lo menos como preparación intelectual, han tenido ciertas sociedades secretas y especialmente la de los denominados Iluminados. Una tesis específica y más avanzada es aquella que a tal respecto sostiene que la Revolución Francesa haya representado una venganza de los Templarios. Ya en un período sumamente cercano a aquella revolución se había asomado una idea semejante. Seguidamente De Guaita habría de retomarla y profundizarla.

La destrucción de la Orden de los Caballeros Templarios fue uno de los acontecimientos más trágicos y misteriosos de la Edad Media. Los Templarios eran una Orden cruzada de carácter sea ascético como guerrero, fundada hacia el 1118 por Hugues de Payns. Exaltada por San Bernardo en su Laude de la nueva Milicia, habría de convertirse rápidamente en una de las Órdenes caballerescas más ricas y poderosas. Improvisamente en 1307, la misma fue acusada por la Inquisición. 

La iniciativa partió esencialmente de una figura siniestra de soberano, por parte de Felipe el Hermoso de Francia, quien impuso su voluntad al débil Papa Clemente V, apuntando así a quedarse con las grandes riquezas de la Orden. Se reprochaba a los Templarios de profesar sólo en apariencias la fe cristiana, de tener un culto secreto y una iniciación ajena al cristianismo y más aun anticristiana. Cómo hayan sido las cosas verdaderamente es algo que no se ha podido nunca saber con exactitud. De cualquier forma el proceso concluyó con una condena: la Orden fue disuelta, la mayor parte de los Templarios fue masacrada y terminó en la hoguera. Fue quemado también el Gran Maestro, Jacques de Molay. Éste justamente en la hoguera señaló los días de la muerte de los responsables de la destrucción de la orden, del rey y del pontífice. Felipe el Hermoso y Clemente V habrían de morir exactamente dentro de los términos profetizados por el Gran Maestro templario para presentarse delante del tribunal divino.

Se dice que algunos Templarios que se salvaron de la masacre se refugiaron en la corte de Robert Bruce, rey de Escocia, y que se integraron a ciertas sociedades secretas preexistentes. De cualquier modo, de acuerdo a la tesis mencionada al comienzo, ciertas derivaciones de los Templarios habrían continuado de manera subterránea hasta el mismo período de la Revolución Francesa y habrían preparado, como una verdadera venganza, la caída de la casa de Francia. Que algunas sociedades secretas se hubiesen organizado para fines revolucionarios, ello es algo develado por la investigación histórica. 

Una mera casualidad - el hecho de que un correo de las mismas fuese abatido por un rayo- permitió descubrir documentos de los Iluminados que llevaba consigo y que contenían planes revolucionarios. Más importante aun fue la reunión secreta que se realizó en Frankfurt en 1780. Fue descripta de manera novelesca por Alejandro Dumas en su famoso libro José Bálsamo, en donde se sirviera seguramente de los apuntes, publicados en Italia en 1790 y en Francia en 1791, del proceso realizado por el Santo Oficio a este misterioso personaje conocido bajo el nombre de Cagliostro. En su exposición Cagliostro habla de aquella reunión, hace mención a los Templarios, dice que los convocados se habían comprometido a tumbar a la casa de Francia; que luego de la caída de esta monarquía su acción habría debido dirigirse hacia Italia teniendo en mira particularmente Roma, sede del Papado.

A todo esto deben agregarse las revelaciones hechas en 1796 por parte de Gassicourt en un libro sumamente raro, Le tombeau de Jacques Molay. En el mismo se sostiene que "los hechos de la Revolución Francesa tienen un signo templario". Según el autor el mismo nombre de los Jacobinos -es decir quienes fueron los principales promotores de la Revolución- vendría de el del Gran Maesto templario, Jacques Molay, y no, como generalmente se cree, de la iglesia de religiosos jacobinos, lugar de reunión que la organización secreta habría elegido por una mera casualidad en el nombre. Y la consigna de la secta, la que debía ser mantenida aun sucesivamente en algunos altos grados de asociaciones similares, se componía de las iniciales del nombre completo del Gran Maestro templario.

Otra circunstancia extraña y significativa está representada por la elección del lugar en donde fue mantenido prisionero el último rey de Francia, Luis XVI; lugar que sólo abandonaría en el momento de subir al patíbulo. Mientras que la Asamblea Nacional le había asignado como cárcel un local del Palacio de Luxemburgo, él en vez fue encerrado en el Templo, es decir en la antigua sede de los Templarios de París: casi como un símbolo de la venganza que golpeaba, en la persona de su último descendiente, a la dinastía culpable de la destrucción de la Orden, en el lugar mismo que la misma había ocupado.

Son además aducidos otros elementos como sostén de tal tesis. Naturalmente, una investigación que, como ésta, vierte sobre lo que se ha desarrollado en las sombras, detrás de los bastidores de la historia conocida, encuentra particulares dificultades. En el caso específico, aun admitiendo todos los indicios, quedaría por verificar si existió una continuidad entre los agentes revolucionarios alrededor del '89 y los verdaderos Templarios medievales, pudiendo también ser que los primeros hayan tomado de los segundos tan sólo el nombre, mientras que en cambio han obedecido a fuerzas oscuras de un tipo muy distinto. De cualquier modo la hipótesis aquí señalada es conocida por parte de aquellos que llevan la mirada sobre lo que bien podría ser denominado como la dimensión en profundidad de la historia.

Mientras Luis XVI, el último rey de Francia perdía su cabeza en la guillotina, una voz retumbó de entre los presentes que gritó, voz en cuello, “¡Maestre Jacques de Molay, has sido vengado!”, cumplía su objetivo la revolución francesa.


Templarios en tiempos modernos parte 3

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