Un poquito de Historia, bíblica.
Hoy día todo el mundo sabe, al menos en el mundo occidental cristiano, que Jesús el Cristo nació en Nazaret..., que hasta allí llegaron del Oriente y guiados por una "estrella extraña", los llamados Reyes Magos…; que los padres de Jesús, José y María, tuvieron que huir con el niño hacia Egipto para escapar de la persecución de Herodes…; que, ya en la vida adulta, eligió a los que serían los doce apóstoles…; que hizo numerosas curaciones y milagros...; que fue arrestado por los romanos en el Monte de los Olivos, y condenado a morir en la cruz.., y que, al tercer día, resucitó...
Y..., ¿dónde está Él, en la actualidad? ¡Pero, éste es otro tema! Ahora bien, si preguntáramos, a los hombres y mujeres de la cristiandad por un hecho que, aunque no reviste demasiada relevancia no deja de tener su interés histórico, sobre todo, en el proceso que va desde que el Maestro de Maestros, el Cristo, es apresado en el monte de los Olivos hasta el momento en el que su sagrado cuerpo es depositado en el sepulcro...: ¡¿quién o quiénes descendieron el cuerpo de Jesús de la cruz?! Pues, la inmensa mayoría de hombres y mujeres del mundo cristiano, seguramente, nos dirán que fueron los apóstoles, o las santas mujeres, o simplemente nos dirán que no lo saben.
En los textos de los evangelistas: San Mateo, San Marcos y San Lucas, sólo se hace referencia a José de Arimatea como la única persona que, después de presentarse ante Pilatos para pedirle el cuerpo de Jesús, se encargó, al parecer, él solo, de la difícil y delicada tarea de bajarlo de la cruz y trasladarlo hasta el sepulcro que, no hacía mucho tiempo había comprado José de Arimatea, y que estaba cavado en la roca. ¡Pero, obviamente, una sola persona es imposible que realizara, ella sola, una tarea tan laboriosa!
Vemos, también, en el texto de San Juan que, aunque es el que aporta algún que otro detalle más que los otros evangelistas pero sin extenderse demasiado, ni los apóstoles ni las santas mujeres habrían intervenido para nada en la delicada tarea de bajar de la cruz el cuerpo de Jesús, pues, tampoco él, menciona a ninguno de ellos.
San Juan, al igual que los demás evangelistas, también hace una referencia explícita a José de Arimatea pero, también a Nicodemo -que sin embargo no es mencionado en los otros textos- como las únicas personas que asumieron la responsabilidad de bajar el cuerpo de Jesús de la cruz. ¿Quiénes eran José de Arimatea y Nicodemo? Por otra parte, es humanamente comprensible, que José de la familia de Arimatea, y siendo tío abuelo de Jesús, se ofreciera para la delicada tarea de descender el cuerpo del Maestro, el Cristo.
José, el padre de Jesús, murió prematuramente y fue, a partir de entonces, que su tío abuelo, José de la familia de Arimatea, se convirtió en su tutor. Nicodemo, era amigo del tío abuelo de Jesús, y ambos eran miembros del Sanedrín, que era el tribunal supremo de los judíos. Sin embargo, Nicodemo y José fueron los únicos de los 71 miembros que componían el Sanedrín que no se sumaron a la condenación de Jesús.
Pero, aparte de todo lo que ya se sabe de José de Arimatea, según la tradición cristiana "oficial", y que no lo vamos a volver a repetir aquí, habría que revelar un hecho que muy pocos conocen y que es uno de los secretos mejor guardados por José, en aquel entonces, y que revelan los Anales Akhásicos -el "libro" de la Memoria del Tiempo-, como por ejemplo, que él, José de Arimatea, era en realidad el padre de Myriam, del pueblo de Magdala, y además, era el padre de Eliazar, es decir, de Lázaro. Eliazar, es decir, Lázaro es conocido en todo el mundo occidental cristiano debido a que fue "resucitado" por el Cristo, cuando ya hacía cuatro días que había muerto. Pero, en realidad, ésta no es más que otra fábula más de la Iglesia de Roma. ¡Seguramente, y no me extrañaría nada, que en los famosos archivos secretos del Vaticano se guarden, celosamente, los textos originales y que avalan todo lo que estamos diciendo aquí!
Ese Lázaro a quien Jesús, en un momento dado -después de que Lázaro pasara por una "iniciación" y, por lo tanto, viviera la "muerte iniciática"- le puso el nombre de Juan. Lo que, en realidad, vivió Lázaro fue una muerte sí, pero una "muerte iniciática", en las profundidades de una gruta, en la cual, estuvo recluido durante tres días y tres noches. Gracias a la previa y larga preparación física y mental que había llevado a cabo Lázaro, bajo la supervisión del mismo Jesús, pudo superar la prueba iniciática, y su alma accedió, entonces, a "otras realidades" y niveles de conciencia, alcanzando lo que se llama "el Despertar".
Ese tipo de iniciacion que vivió Lázaro-Juan era conocido, en aquellos tiempos, como "la pequeña muerte" y, aquel o aquella que la atravesaba recibía después del Maestro o Guía espiritual, otro nombre. Después de salir de la gruta y, delante de todos, el Maestro le dio el nombre de Juan, diciendo: "He aquí al que estaba muerto y no se había reconocido..."
Otro de los secretos que guardó celosamente José de la familia de Arimatea, hace referencia al Santo Grial. El auténtico Grial, no es de madera (como creía Indiana Jones en la famosa película, usando la lógica) ni de oro, sino que es una pequeña y sencilla copa de alabastro de color verde esmeralda construida por un prestigioso maestro alfarero que se llamaba Félix.
Una sencilla copa de pie exagonal y cuya parte superior es una semiesfera como una naranja cortada en dos y vaciada. José tuvo el cometido de llevar esa copa, el Santo Grial, a un lugar determinado, que es inaccesible para todos aquellos que la busquen físicamente. Por lo tanto, todos aquellos supuestos griales que se encuentran en templos o iglesias, es decir, sobre la superficie del planeta son, sencillamente, ¡todos falsos!, por muy bonitos que sean. Hay diversas fuentes que indican que el auténtico Grial no se encuentra en la superficie de nuestro mundo sino en su "corazón", en Shambhala.
Debido a la misión que tenía encomendada y que, además, era dicípulo de Jesús, en secreto, José de Arimatea por temor a exponer a sus hijos a las represalias, por parte del poder romano, ocultó el hecho de que era el pdre de Lázaro-Juan y Myriam de Magdala. Fue una decisión que tomó conjuntamente con el Maestro Jesús. En aquel entonces, casi nadie sabía el secreto de José de Arimatea. Y, sólo lo reveló cuando ya después de la crucifixión y resurrección del Maestro, él, José, y algunos discípulos más, partían hacia las costas de la Galia, lo que hoy es Francia, a bordo de una embarcación. Fue, en la misma embarcación, que José reveló el secreto a sus compañeros y compañeras de viaje.
Pero, retomando el tema, para bajar el cuerpo de Jesús había que, primero y obviamente, desclavar los clavos, los de las manos y los de los pies.... Tarea muy delicada que, todo indica y según diferentes fuentes, efectivamente, fue realizada por José de Arimatea y Nicodemo pero, y a pesar de todo, debería haber otra persona a los pies de la cruz para recoger en sus brazos el sagrado cuerpo de Jesús envuelto en lienzos -telas, sábanas- y que iban descendiendo con infinito cuidado José y Nicodemo, los cuales, se encontraban detrás de la cruz y subidos en lo alto de unas escalerillas para poder desclavar los clavos de las manos. En el Descendimiento del cuerpo de Jesús deberían haber intervenido, por lo menos, tres personas, necesariamente.
Si bien, en el Nuevo Testamento, desde que Jesús es apresado en Getsemaní, en el monte de los Olivos y llevado hasta la colina del Gólgota donde es crucificado, ese proceso es narrado por los cuatro evangelistas, de una forma un tanto sobria, y a juicio de muchos demasiado escueta, no digamos ya nada del relato excesivamente exiguo en cuanto se refiere al Descendimiento del cuerpo de Jesús de la cruz, y su posterior traslado al sepulcro.
Y, hasta cierto punto, es comprensible la parquedad en los detalles. Comprensible, porque en primer lugar, San Marcos, el joven Marcos, que no sabía leer ni escribir se basó para escribir su evangelio, en los relatos de Simón Pedro que, también era analfabeto como él, y, también, se basó en los relatos que contaban los que visitaban su casa cuando hacía reuniones con los seguidores del Cristo. Sin embargo, aunque en esa existencia, en Palestina, Simón Pedro era analfabeto, los Anales Akásicos, es decir, el "Libro" de la Memoria del Tiempo, revela que su alma visitó nuestro mundo, unos siglos antes, en la persona del famoso filósofo griego, Sócrates.
El otro evangelio canónico, es el de Mateo, también llamado Leví, del que se sabe que era un empleado recaudador de impuestos. Aunque Mateo sabe leer y escribir bastante bien, sus ideales son más políticos que espirituales y su legado tiende a tratar de demostrar a los judíos que el Maestro Jesús es el Mesías que esperaba el pueblo de Israel. Mateo y Juan (Eliazar-Lázaro) eran, de los cuatro evangelistas, los únicos que acompañaban habitualmente a Jesús en sus peregrinaciones por los caminos de Palestina.
El tercer evangelista, Lucas, que fue uno de los compañeros de Pablo, escribió su texto cerca del año 70 de nuestra era. No fue un testigo ocular y se basó en lo que le relataban algunos supervivientes contemporáneos de Jesús.
El cuarto evangelio, el de Juan, es el más profundo de todos ellos, y sí aporta algunos detalles, aunque tampoco demasiados, en cuanto se refiere al proceso que va desde el arresto del Maestro Jesús en el Monte de los Olivos hasta el momento de la crucifixión, y posterior traslado al sepulcro.
Aunque, la narración que hacen los cuatro evangelistas, en cuanto se refiere al descendimiento del cuerpo de Jesús de la cruz, es excesivamente pobre en detalles, hay que reconocerlo, sin embargo, es realmente impresionante el relato, con todo lujo de detalles que, de ese mismo acontecimiento hizo, en su día, una famosa vidente alemana y monja agustina canóniga, Ana Catalina Emmerick, nacida en el año 1774. Impresionante, en cuanto a la profusa narración que hace de ese evento y la abundancia de detalles que aporta. Ana Catalina de Emmerick fue beatificada por el Papa Juan Pablo II, el 3 de octubre del 2004.
Todo indica que no fueron sólo dos personas, como apunta el apostol Juan las que se encargaron del descendimiento del cuerpo de Jesús de la cruz, es decir, José de Arimatea -tío abuelo de Jesús- y Nicodemo, sino que fueron tres, si nos atenemos al fascinante relato de Ana Catalina. La tercera persona sería entonces, el centurión romano Abenadar, también seguidor del Cristo y que aguardaba a los pies de la cruz, para acoger en sus brazos el sagrado cuerpo del Maestro.
Dice, la monja vidente, Ana Catalina:
"En el momento en que la cruz se quedó sola, y rodeada sólo de algunos guardias, vi a cinco personas que habían venido de Betania por el valle acercarse al Calvario, elevar los ojos hacia la cruz y alejarse furtivamente. Creo que eran discípulos. Tres veces me encontré en las inmediaciones a dos hombres deliberando y consultándose. Eran José de Arimatea y Nicodemo. La primera vez los vi en las inmediaciones durante la crucifixión, quizá cuando mandaron a comprar las vestiduras de Jesús que iban a repartirse los esbirros; otra vez, cuando, después de ver que la muchedumbre se dispersaba, fueron al sepulcro para preparar alguna cosa. La tercera fue cuando volvían a la cruz mirando a todas partes, como si esperasen una ocasión favorable. Entonces quedaron de acuerdo en cómo bajarían el cuerpo del Salvador de la cruz y se volvieron a la ciudad.
Su siguiente paso fue ocuparse de transportar los objetos necesarios para embalsamar el cuerpo de Nuestro Señor; sus criados cogieron algunos instrumentos para desclavarlo de la cruz. Nicodemo había comprado cien libras de raíces, que equivalían a treinta y siete libras de nuestro peso, como me han explicado. Sus servidores llevaban una parte de esos aromas en pequeños recipientes hechos de corcho colgados del cuello sobre el pecho. En uno de esos corchos había unos polvos y llevaban también algunos paquetes de hierbas en sacos de pergamino o de piel. José tomó consigo además una caja de ungüento; en fin, todo lo necesario. Los criados prepararon fuego en una linterna cerrada y salieron de la ciudad antes que sus señores, por otra puerta, encaminándose después hacia el Calvario.
Pasaron por delante de la casa donde la Virgen, Juan y las santas mujeres habían ido a coger diversas cosas para embalsamar el cuerpo de Jesús. Juan y las santas mujeres siguieron a los criados a poca distancia. Había cinco mujeres; algunas llevaban debajo de los mantos largos lienzos de tela. Las mujeres tenían la costumbre, cuando salían por la noche o para hacer secretamente alguna acción piadosa, de envolverse con una sábana larga. Comenzaban por un brazo, y se iban rodeando el resto del cuerpo con la tela tan estrechamente que apenas podían caminar. Yo las he visto así ataviadas. En esa ocasión presentaba un aspecto mucho más extraño a mis ojos: iban vestidas de luto. José y Nicodemo llevaban también vestidos de luto, de mangas negras y cintura ancha. Sus mantos, que se habían echado sobre la cabeza, eran anchos, largos y de color pardo. Les servían para esconder lo que llevaban.
Se encaminaron hacia la puerta que conduce al Calvario. Las calles estaban desiertas, el terror general (se había producido un eclipse solar total y un terremoto al mismo tiempo) hacía que todo el mundo permaneciese encerrado en su casa. La mayoría de ellos empezaba a arrepentirse, y muy pocos celebraban la fiesta. Cuando José y Nicodemo llegaron a la puerta, la hallaron cerrada y todo alrededor, el camino y las calles, lleno de soldados.
Eran los mismos que los fariseos habían solicitado a las dos, cuando temían una insurrección, y hasta entonces no habían recibido orden ninguna de regresar. José presentó la orden firmada por Pilatos para dejarlo pasar libremente. Los soldados la encontraron conforme, más le dijeron que habían intentado abrir ya la puerta antes sin poderlo conseguir y que, sin duda, el terremoto debía de haberla desencajado por alguna parte, y que por esa razón, los esbirros encargados de romper las piernas a los crucificados habían tenido que pasar por otra puerta. Pero cuando José y Nicodemo probaron, la puerta se abrió sola, dejando a todos atónitos. El cielo estaba todavía oscuro y nebuloso; cuando llegaron al Calvario, se encontraron con sus criados y las santas mujeres que lloraban sentadas enfrente de la cruz.
Casio y muchos soldados que se habían convertido permanecían a cierta distancia, cohibidos y respetuosos. José y Nicodemo contaron a la Santísima Virgen y a Juan todo lo que habían hecho para librar a Jesús de una muerte ignominiosa; y cómo habían conseguido que no rompiesen los huesos de Nuestro Señor, y la profecía se había cumplido. Hablaron también del lanzazo de Casio. En cuanto llegó el centurión Abenadar, comenzaron en medio de la tristeza y de un profundo recogimiento, su dolorosa y sagrada labor del descendimiento de Jesús y el embalsamamiento del adorable cuerpo de Nuestro Señor.
La Santísima Virgen y Magdalena esperaban sentadas al pie de la cruz, a la derecha, entre la cruz de Dimas y la de Jesús; las otras mujeres estaban ocupadas en preparar los paños, los aromas, el agua, las esponjas y las vasijas. Casio se acercó también y le contó a Abenadar el milagro de la cura de sus ojos. Todos estaban conmovidos, llenos de pena y de amor y, al mismo tiempo silenciosos, y solemnes; sólo cuando la prontitud y la atención que exigían esos cuidados piadosos, lo permitían, se oían lamentos y gemidos ahogados. Sobre todo Magdalena, se hallaba entregada enteramente a su dolor, y nada podía consolarla ni distraerla, ni la presencia de los demás ni alguna otra consideración.
Nicodemo y José apoyaron las escaleras en la parte de atrás de la cruz, y subieron con unos lienzos; ataron el cuerpo de Jesús por debajo de los brazos y de las rodillas al tronco de la cruz con las piezas de lino y fijaron asimismo los brazos por las muñecas. Entonces, fueron sacando los clavos, martilleándolos por detrás.
Las manos de Jesús no se movieron mucho a pesar de los golpes, y los clavos salieron fácilmente de las llagas, que se habían abierto enormemente debido al peso del cuerpo. La parte inferior del cuerpo, que, al expirar Nuestro Señor, había quedado cargado sobre las rodillas, reposaba en su posición natural, sostenida por una sábana atada a los brazos de la cruz.
Mientras José sacaba el clavo izquierdo y dejaba ese brazo, sujeto por el lienzo, caer sobre el cuerpo, Nicodemo iniciaba la misma operación con el brazo derecho, y levantaba con cuidado su cabeza, coronada de espinas, que había caído sobre el hombro de ese lado. Entonces arrancó el clavo derecho, y dejó caer despacio el brazo, sujeto con la tela, sobre el cuerpo. Al mismo tiempo, el centurión Abenadar arrancaba con esfuerzo el gran clavo de los pies. Casio recogió religiosamente los clavos y los puso a los pies de la Virgen.
Sin perder un segundo, José y Nicodemo llevaron la escalera a la parte de delante de la cruz, la apoyaron casi recta y muy cerca del cuerpo; desataron el lienzo de arriba y lo colgaron a uno de los ganchos que habían colocado previamente en la escalera, hicieron lo mismo con los otros dos lienzos, y bajándolos de gancho en gancho consiguieron ir separando despacio el sagrado cuerpo de la cruz, hasta llegar enfrente del centurión, que, subido en un banco, lo rodeó con sus brazos por debajo de las rodillas, y lo fue bajando, mientras José y Nicodemo, sosteniendo la parte superior del cuerpo iban bajando escalón a escalón, con las mayores precauciones; como cuando se lleva el cuerpo de un amigo gravemente herido, así el cuerpo del Salvador fue llevado hasta abajo.
Era un espectáculo conmovedor; tenían el mismo cuidado, tomaban las mismas precauciones que si hubiesen podido causar algún daño a Jesús. Parecían haber concentrado sobre el sagrado cuerpo, todo el amor y la veneración que habían sentido hacia el Salvador durante su vida. Todos los presentes tenían los ojos fijos en el grupo y contemplaban todos sus movimientos; a cada instante levantaban los brazos al cielo, derramaban lágrimas, y manifestaban un profundísimo dolor. Sin embargo, todos se sentían penetrados de un respeto grande y hablaban sólo en voz baja, para ayudarse o avisarse.
Mientras duraron los martillazos, María, Magdalena y todos los que estaban presentes en la crucifixión escuchaban sobrecogidos, porque el ruido de esos golpes les recordaba los padecimientos de Jesús. Temblaban al recordar el grito penetrante de su dolor, y al mismo tiempo se afligían del silencio de su boca divina, prueba incontestable de su muerte. Cuando los tres hombres bajaron del todo el sagrado cuerpo, lo envolvieron, desde las rodillas hasta la cintura, y lo depositaron en los brazos de su Madre, que los tenía extendidos hacia el Hijo, rebosante de dolor y de amor.
El cuerpo de Jesús, dispuesto para el sepulcro.
La Virgen Santísima se sentó sobre una amplia tela extendida en el suelo; con la rodilla derecha un poco levantada y la espalda apoyada sobre un hato de ropas. Lo habían dispuesto todo para facilitar a aquella Madre de alma profundamente afligida -la Madre de los Dolores- las tristes honras fúnebres que iba a dispensar al cuerpo de su Hijo. La sagrada cabeza de Jesús estaba reclinada sobre las rodillas de María; su cuerpo, tendido sobre una sábana. La Virgen Santísima sostenía por última vez en sus brazos el cuerpo de su querido Hijo, a quien no había podido dar ninguna prueba de amor en todo su martirio. Contemplaba sus heridas, cubría de besos su cara ensangrentada, mientras el rostro de Magdalena reposaba sobre sus pies. Mientras, los hombres se retiraron a una pequeña hondonada situada al suroeste del Calvario, a preparar todo lo necesario para embalsamar el cadáver. Casio, con algunos de los soldados que se habían convertido al Señor, se mantenía a una distancia respetuosa.
Toda la gente mal intencionada se había vuelto a la ciudad y los soldados presentes formaban únicamente una guardia de seguridad para impedir que nadie interrumpiese los últimos honores que iban a ser rendidos a Jesús. Algunos de esos soldados prestaban su ayuda cuando se lo pedían. Las santas mujeres entregaban vasijas, esponjas, paños, ungüentos y aromas, cuando les era requerido, y el resto del tiempo permanecían atentas, a corta distancia; Magdalena no se apartaba del cuerpo de Jesús; pero Juan daba continuo apoyo a la Virgen, e iba de aquí para allá, sirviendo de mensajero entre los hombres y las mujeres, ayudando a unos y a otras. Las mujeres tenían a su lado botas incipientes de cuero de boca ancha y un jarro de agua, puesto sobre un fuego de carbón. Entregaban a María y a Magdalena, conforme lo necesitaban, vasijas llenas de agua y esponjas, que exprimían después en los recipientes de cuero.
La Virgen Santísima conservaba un valor admirable en su indecible dolor. Era absolutamente imposible dejar el cuerpo de su Hijo en el horrible estado en que lo habían dejado el suplicio, por lo que procedió con infatigable dedicación a lavarlo y limpiarle las señales de los ultrajes que había recibido. Le quitó, con la mayor precaución, la corona de espinas, abriéndola por detrás y cortando una por una las espinas clavadas en la cabeza de Jesús, para no abrir las heridas al intentar arrancarlas. Puso la corona junto a los clavos; entonces María fue sacando los restos de espinas que habían quedado con una especie de pinzas redondas y las enseñó a sus amigas con tristeza.
El divino rostro de Nuestro Señor, apenas se podía conocer, tan desfigurado estaba con las llagas que lo cubrían; la barba y el cabello estaban apelmazados por la sangre. María le alzó suavemente la cabeza y con esponjas mojadas fue lavándole la sangre seca; conforme lo hacía, las horribles crueldades ejercidas contra Jesús se le iban presentando más vívidamente, y su compasión y su ternura se acrecentaban herida tras herida. Lavó las llagas de la cabeza, la sangre que cubría los ojos, la nariz y las orejas de Jesús, con una pequeña esponja y un paño extendido sobre los dedos de su mano derecha; lavó, del mismo modo, su boca entreabierta, la lengua, los dientes y los labios. Limpió y desenredó lo que restaba del cabello del Salvador y lo dividió en tres partes, una sobre cada sien, y la tercera sobre la nuca. Tras haberle limpiado la cara, la Santísima Virgen se la cubrió después de haberla besado.
Luego se ocupó del cuello, de los hombros y del pecho, de los brazos y de las manos. Todos los huesos del pecho, todas las coyunturas de los miembros estaban dislocados y no podían doblarse. El hombro que había llevado la cruz era una gran llaga, toda la parte superior del cuerpo estaba cubierta de heridas y desgarrada por los azotes. Cerca del pecho izquierdo, se veía la pequeña abertura por donde había salido la punta de la lanza de Casio, y en el lado derecho, el ancho corte por donde había entrado la lanza que le había atravesado el corazón. María lavó todas las llagas de Jesús, mientras Magdalena, de rodillas, la ayudaba en algún momento, pero sin apartarse de los sagrados pies de Jesús, que bañaba con lágrimas y secaba con sus cabellos.
La cabeza, el pecho y los pies del Salvador estaban ya limpios: el sagrado cuerpo, blanco y azulado como carne sin sangre, lleno de manchas moradas y rojas allí donde se le había arrancado la piel, reposaba sobre las rodillas de María, que fue abriendo con un lienzo las partes lavadas y después se ocupó de embalsamar todas las heridas, empezando por la cara. Las santas mujeres, arrodilladas frente a María, le presentaron una caja de dónde sacaba algún ungüento precioso con el que untaba las heridas y también el cabello. Cogió en su mano izquierda las manos de Jesús, las besó con amor, y llenó de ungüento o de perfume los profundos agujeros de los clavos. Ungió también las orejas, la nariz y la llaga del costado. No tiraban el agua que habían usado, sino que la echaban en los recipientes de cuero en los que exprimían las esponjas.
Yo vi muchas veces a Casio y a otros soldados ir por agua a la fuente de Gihón, que estaba bastante cerca. Cuando la Virgen hubo ungido todas las heridas, envolvió la cabeza de Nuestro Señor en paños, mas no cubrió todavía la cara; cerró los ojos entreabiertos de Jesús, y dejó reposar su mano sobre ellos algún tiempo. Cerró también su boca, abrazó el sagrado cuerpo de su Hijo y dejó caer su cara sobre la de Jesús.
José y Nicodemo llevaban un rato esperando en respetuoso silencio, cuando Juan, acercándose a la Santísima Virgen, le pidió que dejase que se llevaran a su Hijo, para que pudieran acabarlo de embalsamar, porque se acercaba el sábado. María abrazó una vez más el cuerpo de Jesús y se despidió de Él con conmovedoras palabras.
Entonces, los hombres cogieron la sábana donde estaba depositado el cuerpo y lo apartaron así de los brazos de la Madre, llevándoselo aparte para embalsamarlo. María, de nuevo abandonada a su dolor, que habían aliviado un poco los tiernos cuidados dispensados al cuerpo de Nuestro Señor, se derrumbó ahora, con la cabeza cubierta, en brazos de las piadosas mujeres. María Magdalena, como si hubieran querido robarle su amado, corrió algunos pasos hacia Él, con los brazos abiertos, pero tras un momento volvió junto a la Santísima Virgen.
El sagrado cuerpo fue transportado a un sitio algo más abajo, y allí lo depositaron encima de una roca plana, que era un lugar adecuado para embalsamarlo. Vi cómo primero pusieron sobre la roca un lienzo de malla, seguramente para dejar pasar el agua; tendieron el cuerpo sobre ese lienzo calado y mantuvieron otra sábana extendida sobre él. José y Nicodemo se arrodillaron y, debajo de esta cubierta, le quitaron el paño con que lo habían tapado al bajarlo de la cruz y el lienzo de la cintura, y con esponjas le lavaron todo el cuerpo, lo untaron con mirra, perfume y espolvorearon las heridas con unos polvos que había comprado Nicodemo, y, finalmente, envolvieron la parte inferior del cuerpo. Entonces llamaron a las santas mujeres, que se habían quedado al pie de la cruz.
María se arrodilló cerca de la cabeza de Jesús, puso debajo un lienzo muy fino que le había dado la mujer de Pilatos, y que llevaba ella alrededor de su cuello, bajo su manto; después, con la ayuda de las santas mujeres, lo ungió desde los hombros hasta la cara con perfumes, aromas y polvos aromáticos. Magdalena echó un frasco de bálsamo en la llaga del costado y las piadosas mujeres pusieron también hierbas en las llagas de las manos y de los pies. Después, los hombres envolvieron el resto del cuerpo, cruzaron los brazos de Jesús sobre su pecho y envolvieron su cuerpo en la gran sábana blanca hasta el pecho, ataron una venda alrededor de la cabeza y de todo el pecho. Finalmente, colocaron al Dios Salvador en diagonal sobre la gran sábana de seis varas que había comprado José de Arimatea y lo envolvieron con ella; una punta de la sábana fue doblada desde los píes hasta el pecho y la otra sobre la cabeza y los hombros; las otras dos, envueltas alrededor del cuerpo.
Cuando la Santísima Virgen, las santas mujeres, los hombres, todos los que, arrodillados, rodeaban el cuerpo del Señor para despedirse de él, el más conmovedor milagro tuvo lugar ante sus ojos: el sagrado cuerpo de Jesús, con sus heridas, apareció impreso sobre la sábana que lo cubría, como si hubiese querido recompensar su celo y su amor, y dejarles su retrato a través de los velos que lo cubrían. Abrazaron su adorable cuerpo llorando y reverentemente besaron la milagrosa imagen que les había dejado. Su asombro aumentó cuando, alzando la sábana, vieron que todas las vendas que envolvían el cuerpo estaban blancas como antes y que solamente en la sábana superior había quedado fijada la milagrosa imagen.
No eran manchas de las heridas sangrantes, pues todo el cuerpo estaba envuelto y embalsamado; era un retrato sobrenatural, un testimonio de la divinidad creadora que residía en el cuerpo de Jesús. Esta sábana quedó, después de la resurrección, en poder de los amigos de Jesús; cayó también dos veces en manos de los judíos y fue venerada más tarde en diferentes lugares. Yo la he visto en Asia, en casa de cristianos no católicos. He olvidado el nombre de la ciudad, que estaba situada en un lugar cercano al país de los tres reyes magos..."
Nicodemo
(Eso fue, hace mucho tiempo)
(M. Z. G.)
Fuentes://Ana Catalina Emmerick - El Nuevo Testamento - "El otro rostro de Jesús II", de D. Meurois y A. Givaudan - "Las primeras enseñanzas del Cristo", Daniel Meurois -
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